ARGENTINA
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Es un país federal con una población de 40 millones de personas de las que 600.329 son consideradas descendientes o pertenecientes a uno de los pueblos indígenas reconocidos: atacama, ava-guaraní, aymara, calchaquí, chané, charrúa, chorote, chiriguano, chulupí, comechingón, diaguita, guaraní, huarpe, kolla, lule, mapuche, mbyá guaraní, mocovi, nivaclé, omaguaca, ona, pampa, pilaga, querandí, rankulche, tapieté, tehuelche, toba-qom, tonicote, tupí guaraní y wichí [1]. El censo incluye en el apartado de “otros” a los pueblos abaucán, abipón, ansilta, chaná, inca, maimará, minuán, ocloya, olongasta, pituil, pular, sanavirón, sashagan, tape, tilcara, tilián y vilela especificando que no se les ha contabilizado de forma individual debido a la “escasa cantidad de casos muestrales” y considerar que el número total de componentes de estos pueblos es de 3.864 personas. Los mapuche, con una población censada de 113.680, son los más numerosos y en sus dos terceras partes viven en la provincia de Neuquén.
No obstante, las organizaciones indígenas no consideran que sea éste un número creíble no sólo porque critican la metodología empleada para cuantificarles, sino porque en zonas urbanas donde vive gran cantidad de gente indígena la encuesta no pudo realizarse de manera intensiva y porque existen aún en el país muchas personas que disimulan su identidad indígena por temor a ser discriminadas. A buen seguro que tienen razón puesto que un estudio reciente de la Universidad de Buenos Aires establece que el 56% de los argentinos tiene “al menos un ancestro indígena”.
La mayoría de estos pueblos son transfronterizos, habitantes de regiones como el Chaco (a caballo entre Paraguay, Bolivia y Brasil) o la Patagonia (con Chile). Nómadas o sedentarios, cultivadores de tierra o cazadores-recolectores todos ellos se aferran a sus tierras, a su hábitat y luchan por conservarlo y expandirlo sin concebir el mismo como un bien económico, sino como un espacio de vida. Los mapuche, toba y kolla son los más numerosos de entre los censados mientras que los pueblos tapieté y ona son los que cuentan con menos integrantes, en cifra inferior a los 600 cada uno de estos pueblos. El número de lenguas es de 15, agrupadas en 7 familias lingüísticas.
A partir de la década de 1990, coincidiendo con el inicio del cambio en la normativa internacional impulsado por el Convenio 169 de la OIT, se produjeron avances en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas en Argentina aunque aún no se había adherido formalmente al mismo. El acceso al territorio y puesta en marcha de sistemas de salud y educación interculturales, junto a la implementación de un sistema de consulta previa, libre e informada ante cualquier iniciativa que los afecte son algunos de ellos, así como el derecho a la propiedad y posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan, al reconocimiento de la personalidad de sus comunidades y a la participación en la gestión de sus recursos naturales. Este proceso se inició a partir de la reforma constitucional de 1994 y la ratificación del Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la OIT, en el año 2000, no necesariamente se tradujo en políticas públicas. No se puede decir, por lo tanto, que Argentina esté atravesando una etapa de “revalorización” de los indígenas en el terreno económico o político. En la estructura federal del Estado, el Congreso tiene competencia para dictar las leyes que reglamenten el nivel mínimo de realización efectiva de los derechos de los pueblos indígenas y las provincias, concurrentemente, pueden dictar normas que sostengan una mayor protección. Sin embargo, no es así y en la práctica el reconocimiento de estos derechos es tan bajo que la mayoría de ellos, incluyendo los fundamentales, carecen de reglamentación legislativa.
Las principales decisiones oficiales en donde se hallan comprometidos la supervivencia, la dignidad y el bienestar de los pueblos indígenas son adoptadas por los poderes públicos provinciales legislativo, ejecutivo y judicial con un altísimo nivel de vinculación política, económica e ideológica con los grupos privilegiados beneficiarios de las injusticias históricas cometidas en contra de los pueblos indígenas. Es algo que denunció ya en 2003 el Movimiento Ecuménico de los Derechos Humanos, una institución que desde 1997 se viene significando en el apoyo a las reclamaciones de los pueblos chorote, wichí, guaraníes y qom-toba, y que tenía que ver con la inacción gubernamental y provincial en adecuar la legislación interna al Convenio 169 de la OIT en aspectos clave para los indígenas como los derechos de participación y a la consulta previa en explotaciones mineras, hidroeléctricas y madereras.[2]
La resistencia a incorporar las normas internacionales al derecho interno no se traducía siquiera ni en la cuestión educativa puesto que la escolaridad primaria completa aún a día de hoy es muy baja; menores todavía los resultados en educación secundaria, y son casi inexistentes si se habla de educación superior, por hablar sólo de la cultura y la lengua, la cuestión estrella para la mayoría de los países cuando se refieren a los pueblos indígenas y la protección de sus derechos. Además, a primeros de 2010 el 90% de la población originaria en Argentina no recibía aún clases en su lengua de origen, lo que pone de manifiesto la falta de maestros de los diferentes pueblos y nacionalidades y de cargos docentes para este fin a pesar de las buenas intenciones legislativas a nivel federal.
Los pueblos indígenas han visto cómo se ha ido incorporando, con cuentagotas, alguno de sus derechos al ordenamiento legal. Si como muestra vale un botón, baste señalar lo que viene ocurriendo desde que a finales de 2006 el Congreso promulgó la ley de Emergencia sobre Posesión y Propiedad de las Tierras Comunitarias Indígenas, que generó unas grandes expectativas sobre el reconocimiento de las tierras de los pueblos originarios puesto que suspendió la ejecución de sentencias y actos de desalojo por un lapso de tiempo de cuatro años para realizar una titulación de las tierras indígenas que antes hubiesen sido inscritas como particulares.
Se establecía que el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) era el encargado de hacerlo, de forma conjunta con el Consejo de Participación Indígena. Esta instancia, creada en el año 2004, es un órgano colegiado de 83 representantes, entre titulares y suplentes en representación de cada pueblo originario y provincia, elegidos por las comunidades indígenas. También se creó una Dirección de Pueblos Originarios y Recursos Naturales presidida por un dirigente del pueblo mapuche y un Fondo Especial para la Asistencia de las Comunidades Indígenas por el que se pretendía consolidar la posesión tradicional de las tierras que ocupan comunidades originarias, los programas de regularización dominial (tierra de propiedad plena de la comunidad o del individuo) de tierras fiscales provinciales y nacionales y la gestión de compra de otras tierras aptas y suficientes para el desarrollo humano. Pero todas estas instituciones pronto terminaron convertidas en instancias poco más que decorativas. El INAI no era autónomo dado que las formas de elegir la representatividad indígena se halla en manos del Estado y no de los propios pueblos representados, tal como denunció el Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial en uno de sus últimos informes.[3] La crítica de este organismo de la ONU implicaba que a pesar de que esa instancia se presentaba por el gobierno como un proceso de protagonismo de las comunidades y pueblos indígenas, en realidad era un organismo “intervenido por decisiones externas a los pueblos”. Lo que debería ser el principal espacio de presencia indígena en Argentina, a nivel estatal, quedaba reducido a una instancia cosmética. Y si esto es así en el Estado, no cuesta mucho imaginar que en las provincias, donde se adopta la mayoría de las decisiones relativas a los pueblos originarios, la participación indígena es de similar o inferior nivel o simplemente no existe, tal como ocurre en Neuquén. La situación en esta provincia se abordará más abajo con algunos ejemplos.
Con unas instancias decorativas antes que prácticas la ley de Emergencia sobre Posesión y Propiedad de las Tierras Comunitarias Indígenas fue boicoteada desde el primer momento por los propios gobiernos provinciales, que cedieron a la presión de los grandes grupos oligárquicos ante el temor que el cumplimiento de dicha ley pusiese de manifiesto la apropiación fraudulenta de esas tierras tras el proceso de independencia de la colonia y, de forma especial, a raíz de la campaña militar de ocupación de los territorios indígenas llevada a cabo entre 1879 y 1885. Se dificultaron los procesos de titulación de las tierras reclamadas por las comunidades originarias -ahora en manos de corporaciones y propietarios privados y entidades públicas- y ello llevó a la continuación de los desalojos y la represión contra los movimientos indígenas en todos los ámbitos, privados y oficiales, y en todas las provincias. Había casos que llevaban 20 años en los tribunales y seguían sin resolverse, como era el caso de una reclamación mapuche en Río Negro. Había otros en los que se obstaculizaban, negaban o rechazaban las demandas que se presentaban sobre la propiedad de la tierra indígena. En muchas comunidades se intimidaba, presionaba y perseguía a quienes insistían en sus denuncias o se les iniciaba un procedimiento penal por “usurpación de tierras”. O se llegaba a extremos de verdadero esperpento dentro de la tragedia que suponía para los pueblos indígenas cuando grandes empresas ponían algunas tierras a disposición de los pueblos originarios, como sucedió en 2006 en la provincia de Chubut, para que familias mapuche “desarrollaran sus procesos productivos”. Se vendió como un importante gesto de responsabilidad social por parte de la empresa y tuvo una gran acogida dentro de los medios de comunicación. Lo que sucedía es que esas tierras eran cualquier cosa menos productivas y por ello mismo los mapuche rechazaron tan generosa “donación”.[4]
Muchas de las tierras en litigio se consideraron “fiscales”, es decir, que el gobierno local tenía potestad de decidir a quién se las entregaba y en su mayoría se hizo “a terceros no indígenas”. De nuevo la ley y la trampa con los pueblos originarios. Sin embargo, éstos no cejaron en sus reivindicaciones y fue en una de las provincias, Jujuy, donde los indígenas pudieron ver por vez primera cómo la justicia obligaba al gobierno provincial a entregar un lote de tierras de los territorios ancestrales a los pueblos kolla, atacama, ocloya, omaguaca, quechua, tilián y guaraní al aplicar las disposiciones del Convenio 169 de la OIT. Era un fallo histórico por ser el primero en Argentina que emitía disposiciones generales para hacer efectiva la entrega de las tierras a las comunidades, a quienes reconocía como sujetos de derecho colectivo y como actores fundamentales en el proceso de definición de políticas públicas orientadas a cumplir con el marco jurídico que tutela sus derechos. Se resolvía así un largo pleito en el que las comunidades indígenas no sólo denunciaban el incumplimiento por parte del Estado si no que constataban cómo a través de órganos como el Instituto Jujeño de Colonización y la Dirección de Inmuebles la provincia vulneraba sus derechos al entregar a “terceros no indígenas” tierras en lugares señalados como territorio de las propias comunidades. Hasta ese momento, la provincia de Jujuy sólo había entregado tres títulos de propiedad comunitaria (y habían transcurrido seis años desde la ratificación por Argentina del Convenio 169 de la OIT).
Mientras, continuaba el saqueo de las riquezas naturales de los territorios indígenas. Una de ellas, la madera. La Ley de Bosques Nativos se había aprobado en 2007, pero aún no se había procedido a su reglamentación y ese vacío fue llenado con camiones y camiones de madera puesto que los gobiernos provinciales, como el de Salta, otorgaron casi a mansalva permisos de desmonte en cifras que superaban lo normal, si se entiende por normal el hecho de haberse producido, en el momento de aprobación de la ley a nivel federal, un aumento del 570% en esos permisos.
No era solo la madera. También el petróleo y el gas. Los mapuche denunciaron que se negociaba la extensión de concesiones petrolíferas que afectaban a 14 de sus comunidades y transnacionales como Repsol-YPF y Petrobras lograban prórrogas de hasta 10 años en sus concesiones. Las explotaciones agropecuarias, mineras y forestales crecían a un ritmo vertiginoso, tanto como para que Argentina pudiese presumir de un crecimiento económico que parecía imposible en un país que unos pocos años antes estaba sumido en una crisis económica y financiera desconocida (el llamado “corralito”). Un crecimiento que iba aparejado de altísimos niveles de deforestación (con pérdida del 75% de los bosques nativos originales[5]) y una expansión de la frontera agropecuaria hacia los territorios indígenas, además de la ya consabida acción económica de las empresas extractivas puesto que, según la Secretaría de la Minería de la Nación, el 75% de la superficie de Argentina se encontraba “inexplorada”.
No obstante, y pese a que el nivel organizativo de los indígenas era muy débil a nivel nacional dado que se centraban en la defensa de sus intereses más inmediatos, en los lugares en que viven se lograron acuerdos a nivel de pueblo (Coordinadora de Organizaciones Kollas Autónoma, Confederación Mapuche del Neuquén) que dio fuerza a su reivindicación territorial logrando algunos éxitos parciales y concretos –con Jujuy como ejemplo- que sirvieron para que se pudiese lanzar una nueva ola de denuncias sobre sus territorios. Ello obligó al gobierno federal a aprobar leyes, como la de Emergencia de la Propiedad Comunitaria que ordenaba paralizar los desalojos de comunidades indígenas por un período de 4 años y realizar un “relevamiento” (estudio jurídico-técnico y catastral) de las tierras que tradicionalmente ocupan -con lo que se dejaba fuera las reivindicaciones de territorios ancestrales- durante los tres primeros años de la ley, o la que obligaba a los gobiernos provinciales a poner en marcha las medidas aprobadas y que fue adoptada prácticamente por unanimidad en el Congreso, con sólo 3 votos en contra. El gobierno federal, además, hizo un intento de incentivar la inscripción y reconocimiento de las comunidades indígenas en Argentina, contabilizando en todo el país 550 de las que entre 2007 y agosto de 2008 se habían inscrito 230 legalmente.
El gobierno mostraba buenas intenciones, tal y como testificaban los organismos internacionales tras votar a favor de la DDPI, pero era incapaz de reglamentar la aplicación de las leyes y lograr que se cumplieran por parte de las administraciones intermedias. En 2010 sólo 8 de las 23 provincias se mostraban dispuestas a cumplir los preceptos legales. Un ejemplo es que el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas sólo podía llevar a cabo con cierto grado de compromiso sus proyectos en esas ocho provincias, y eso no sin dificultades puesto que o bien no llegaban los fondos acordados o bien la burocracia retrasaba los proyectos, como ocurrió en Santa Cruz con los pueblos mapuche y tehuelche. Algunos de los pueblos originarios argentinos han llevado sus casos a organismos internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero no han conseguido nada hasta el momento. Por todo ello, el gobierno no ha tenido más remedio que prorrogar hasta el 2013 todas las disposiciones de la ley, en especial la suspensión de desalojos y el programa de delimitación de tierras.
Mucho tiene que ver en lo ocurrido el monocultivo de la soja, una de las principales fuentes de exportación en la Argentina actual. En los últimos catorce años, Argentina ha vivido una expansión sin igual de este cultivo hasta llegar a los 18 millones de hectáreas que son, ni más ni menos, que el 50% del total de las tierras cultivables del país. Esta expansión hacia tierras casi vírgenes provocó enfrentamientos con los pueblos originarios (se calcula que serían unas 42 millones de hectáreas las cubiertas por bosques nativos), lo que llevó al Gobierno federal a aprobar en 2008 la Ley de Bosques.
En virtud de ella, se dictaba una moratoria en la tala y desmonte hasta que cada provincia realizase “de manera participativa” un plan de uso sustentable de los bosques nativos y se facultaba a los gobiernos provinciales no sólo para crear un fondo económico para preservar los bosques nativos, donde se ubican gran parte de los poblados de los indígenas, sino para decidir qué uso se les daba. Con esta ley, enmarcada en la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas aprobada por la ONU un año antes, debían ser los pueblos indígenas quienes administrasen los recursos de “sus” bosques. Pero ni la ley ni las sentencias judiciales arredraron a los gobiernos provinciales ni a los terratenientes, que continuaron con el desmonte para ampliar el terreno de cultivo de la soja. El caso más llamativo se produjo en la provincia de Salta, una zona donde viven nueve de los pueblos indígenas de Argentina, y en la que se autorizó el desmonte de 400.000 hectáreas de bosque nativo. Los indígenas recurrieron, pero cuando la justicia paralizó el desmonte ya habían sido deforestadas 153.000 hectáreas.
La expansión del cultivo de soja estuvo en el origen del conflicto entre los “ruralistas” y el gobierno argentino durante la última mitad de ese año 2008, sin que los intereses de los pueblos originarios fuesen tenidos en cuenta lo más mínimo.
Y así ocurre también con los territorios indígenas con recursos naturales. Las disposiciones relativas a los recursos, especialmente la legislación de hidrocarburos, el código de minería, y los códigos de aguas y leyes de tierras provinciales, en ningún caso han incorporado los derechos de propiedad, consulta y participación que establecen tanto la Constitución como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y los demás tratados internacionales de derechos humanos. La legislación reglamentaria interna, nacional y provincial, carece de la mínima adaptación a dichas normas. Esta omisión legislativa origina numerosos abusos por parte de las empresas extractivas y de los gobiernos provinciales, quienes no se consideran obligados al cumplimiento de las obligaciones internacionales. Es el caso de lo que sucede con la minería o los hidrocarburos. Por ley, son los gobiernos de las provincias quienes tienen la propiedad de esos recursos y, como con el caso de la soja, por esta razón tampoco se ha contado con los intereses de los pueblos indígenas. En provincias como Chubut y Río Negro los gobiernos provinciales facilitaron en 2008 a una transnacional canadiense, Aquiline Resources, el control de 500.000 hectáreas de terreno, en su gran mayoría indígena, para exploración minera y prácticamente gratis puesto que sólo el 3% de los beneficios, si les hubiese, revertirían en la provincia.[6] El poder de los gobiernos provinciales es tal que prácticamente obligaron a la presidenta Cristina Fernández a vetar, en noviembre de ese año, una ley adoptada por amplia mayoría en el parlamento federal que restringía la actividad minera y la perforación petrolera en los glaciares del país y, en concreto, en la cordillera de los Andes donde otra transnacional canadiense, Barrick Gold, impulsa un importante proyecto minero. Los gobernadores habían llamado a la rebelión si la presidenta no vetaba una ley que “amenazaba” sus proyectos de desarrollo y a la que consideraban “excesiva” por prohibir la explotación minera o la perforación petrolera en los glaciares, al dar preeminencia a los aspectos ambientales sobre los económicos.
El caso de los glaciares ponía de manifiesto cómo la sobreexplotación de los recursos naturales ha llevado a la necesidad de buscar nuevos lugares de explotación tanto de minerales como del petróleo y gas. De los primeros -y aprovechando las facilidades otorgadas por el gobierno federal, que permite a las compañías mineras explorar los recursos disponibles en ni más ni menos que 5.000 kilómetros de la cordillera de los Andes, prácticamente toda su extensión- las provincias han comenzado a autorizar empresas mineras en territorios indígenas kolla (en Jujuy) o ampliar la minería del cobre a cielo abierto en la Patagonia y así se ha entrado en conflicto con los mapuche, que llevaron el caso del cobre a los tribunales logrando un momentáneo éxito al paralizar uno de estos proyectos en Neuquén, aunque ello provocó que el parlamento de esta provincia aprobase, con carácter de urgencia, una modificación de la ley que daba vía libre al proyecto estableciendo controles sobre el impacto medioambiental. De los segundos, en algunos lugares se ha obligado a las comunidades a firmar acuerdos con las petroleras, como también ha sucedido en Neuquén.
El caso de esta provincia es significativo de lo que ocurre en Argentina. La constitución de Neuquén –equivalente a lo que en el Estado español serían los estatutos de autonomía- reconoce todos los derechos de los pueblos indígenas que habitan en esta provincia, incluyendo la “personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan” y añadiendo que ”ninguna de ellas será enajenable, ni transmisible, ni susceptible de gravámenes o embargos”, para lo que la provincia “asegurará su participación [de los indígenas]en la gestión de sus recursos naturales y demás intereses que los afecten, y promoverá acciones positivas a su favor”. Pero cuando estos pueblos, como fue el caso mapuche, se acogen a la ley esta, simplemente, se cambia, modifica o “reforma”. De forma muy democrática, eso sí.
Se da la circunstancia de que el nombre de esta provincia es de origen mapuche (Newken), al igual que la mayoría de sus ciudades (Zapala, Añelo, Chos, Cutral Co, Malal son sólo algunas), ríos (Limay, Aluminé, Chimehuin…), lagos (Traful, Meliquina, Curruhue…) y montañas (Domuyo, Cochicó, Palao…). A pesar de ello, la política oficial es “invisibilizar” a los mapuche. Está bien que se refleje su influencia en la historia y en la toponimia de la provincia, pero no que existan físicamente como individuos y, menos aún, como pueblo. Y eso a pesar que se trata de una de las principales provincias del país en orden a la presencia indígena, que llega a ser mayoritaria en algunas zonas concretas de una provincia que tiene una población indígena que supone el 20% del total de sus habitantes y, como se ha dicho al comienzo del relato de este país, en ella residen dos tercios del total de los indígenas mapuche en Argentina.
Neuquén no es más que el exponente, si se quiere el más duro, de lo que ocurre en Argentina con los pueblos indígenas. Si éstos organizan una movilización contra la minería en sus tierras, el gobierno facilita una “contramanifestación” a la que acuden empresarios, trabajadores mineros, profesores y estudiantes de diferentes ingenierías.[7] Si protagonizan una toma colectiva de tierras se los encarcela porque jueces y políticos consideran que “no es admisible” el ejercicio directo de esos derechos o bajo la acusación de “protesta excesiva” (sic) cuando intentan oponerse a los desalojos de lo que consideran sus tierras por parte de los terratenientes locales.[8] A pesar de todo, los mapuche han conseguido recuperar casi la mitad de las 114.000 hectáreas de lo que consideran sus territorios ancestrales.
La contestación indígena ante la generalización de este tipo de situaciones, en forma de movilizaciones duramente reprimidas la mayoría de ellas, llevó a la Confederación Mapuche del Neuquén a tomar dos iniciativas que han puesto en un serio aprieto al gobierno federal y al gobierno provincial. La primera, la creación del Observatorio de Derechos Humanos para los Pueblos Indígenas en 2009 con el objeto de realizar un soporte, en los ámbitos jurídicos y de las ciencias sociales, para el cumplimiento efectivo de los derechos de los pueblos indígenas en la región. En el informe 2009-2010, circunscrito a esta provincia, se documenta la “discriminación institucionalizada” puesto que no existen espacios dedicados exclusivamente a la elaboración de política indígena, ni se han creado áreas específicas para el tratamiento de las problemáticas que afectan a las comunidades indígenas, ni agencias públicas en donde se analicen las políticas que las involucran. Un ejemplo es que el presupuesto provincial no contempla ninguna partida para sostener el funcionamiento de las instituciones propias del pueblo mapuche, ni reservas especiales para atender a la aplicación de pautas diferenciadas para las áreas y reparticiones que traten con sus comunidades.[9] La segunda, la solicitud de intervención de la ONU para frenar los abusos, la discriminación y la criminalización de todos los pueblos originarios en Argentina, no sólo de ellos.[10]
El Relator Especial de la ONU sobre la Situación de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de los Indígenas tiene que intervenir ante esta solicitud, en la que hay denuncias concretas de discriminación racial y falta de respeto a la identidad cultural mapuche por parte del gobierno de Neuquén así como falta de titulación de territorios comunitarios “con la consecuente ausencia de protección de los derechos territoriales frente a los avances de los apropiadores ilegítimos, las empresas extractivas, las corporaciones turísticas y forestales”. Esto se traduce en que sólo cuatro de las 54 comunidades indígenas de la provincia cuentan con una titulación legal de sus tierras nueve años después de la ratificación por Argentina del Convenio 169 de la OIT y dos tras el voto favorable a la DDPI de la ONU. En el caso de los mapuche, aunque hayan recuperado más o menos la mitad de lo que consideran sus tierras, están en una situación de alegalidad y con procedimientos judiciales de desalojo pendientes de ejecución.
En los umbrales de la celebración del bicentenario de Argentina como estado independiente tanto el gobierno federal como el provincial tenían que reaccionar si no querían que esos fastos que se preparaban quedaran deslucidos por las reivindicaciones indígenas. No habían transcurrido dos semanas desde la interposición de esa denuncia ante la ONU cuando ya se había anunciado la formación de una serie de mesas sectoriales en casi toda la provincia.[11] Un mes después, la Defensora General de la Nación hacía un llamamiento a todos los defensores públicos a “resguardar los derechos de los pueblos originarios y su efectivo acceso a la justicia” al constatar “dificultades respecto del efectivo goce de los derechos humanos y libertades fundamentales sin obstáculos ni discriminación, y también respecto de la igualdad ante la ley”.[12] Si lo que se pretendía con ello era parar la respuesta de la ONU, se falló. El Comité para la para la Eliminación de la Discriminación Racial (CEDR) veía con seria preocupación el hecho de que las provincias, y en concreto Salta, Formosa, Jujuy, Tucumán, Chaco y Neuquén se negasen a implementar las leyes federales que recogen los derechos indígenas sobre el control de los recursos naturales y recomendaba a Argentina frenar los desalojos y asegurar la propiedad comunitaria de estos pueblos. En caso de ser necesario ese desalojo, el CEDR estipulaba una “indemnización adecuada y reubicación en lugares dotados de servicios básicos, como agua potable, electricidad, medios de lavado y saneamiento, y servicios adecuados, entre otros escuelas, centros de atención sanitaria y transportes”,[13] con lo que se ponía de manifiesto que era una situación que no se producía en los desalojos efectuados hasta ese momento.
Es en este contexto en el que se ha iniciado el año 2010, el año del bicentenario de la independencia de la metrópoli española. El movimiento indígena está a la ofensiva y el Estado, a la defensiva. Se ha tenido que paralizar más de una explotación minera (Jujuy), se avanza en un proyecto de ley para transferir tierras de parques nacionales a comunidades mapuche (Neuquén) y se reglamenta la consulta previa a las comunidades. Este ha sido el momento elegido por los pueblos indígenas para establecer alianzas entre ellos (caso de los diaguita, kolla, mapuche y toba) e intentar llegar a acuerdos con los movimientos sociales con la finalidad de avanzar hacia una nueva “refundación” de Argentina que tenga en cuenta la plurinacionalidad y una nueva relación basada en el cumplimiento de la deuda histórica con los pueblos indígenas.
[1] Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Resultados de la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas. www.indec.mecon.ar/webcenso/ECPI/index_ecpi.asp
[2]Telam Buenos Aires, 29 de julio de 2003.
[3] CERD. Examen de los informes presentados por los Estados partes de conformidad con el artículo 9 de la Convención. Observaciones finales. Argentina. 16 de marzo de 2010.
[8] En el Expediente N° 3.383 del Juzgado Correccional de Cutral Co se imputó a dos representantes de la Comunidad Huenctru Trawel Leufú por haber “amenazado e intimidado” a empleados de la empresa de Seguridad Sacatuk S.R.L., que había sido contratada por Petrolera Piedra del Águila S.A. con el objeto de hacer valer la concesión para la exploración petrolífera que el Estado otorgó sin consultar, como establece la ley, con la comunidad. No se admitió que los mapuche hubiesen actuado en legítima defensa de sus derechos.
[10] Confederación Indígena Neuquina-Confederación Mapuche de Neuquén. “Discriminación, Desalojos Forzados y criminalización de Pueblos Indígenas en Neuquén, Argentina”. 5 de agosto de 2009.
[11]http://www.noticiasonline.org/index.php?option=com_content&view=article&id=401:mesa-de-trabajo-intersectorial-con-comunidades-mapuches&catid=37:alumine2&Itemid=27
[13] Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU. 76º período de sesiones. 15 de febrero a 12 de marzo de 2010. CERD/ C/ARG/CO/19-20
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